Óleo sobre Lino belga, 1,66 x 1,00
Sube las escaleras de piedra como quien escapa, pero su rostro no huye. Mira de frente al espectador. No hay súplica en su expresión, solo presencia. Su cuerpo asciende, pero sus ojos nos obligan a detenernos. Es un gesto de valentía, de reconocimiento: “Estoy aquí. Mírame”.
Un chimpancé albino la observa desde una rama. Abajo, otro grita con dos crías en brazos, defendiendo el paso hacia la derecha, donde un ser pequeño parece distorsionar el aire con una vibración visible, casi palpable. Ese ser emana una amenaza sutil, más energética que física. En las esquinas del lienzo, una materia gelatinosa devora lentamente la escena, como si lo que vemos estuviera siendo tragado por el olvido o el inconsciente.
Y, sin embargo, en el centro del cuadro, un camino se abre hacia el fondo. Allí, casi fundidas con la lejanía, dos figuras caminan de la mano: una mayor, otra más pequeña. Tal vez un recuerdo. Tal vez un destino.
Donde habita la sombra es una escena de tránsito interior. La niña no solo escapa: avanza, acompañada por el instinto y observada por la conciencia. Mira al espectador, no pide ser rescatada, reclama presencia, exige ser vista. Deja claro que esta historia no es solo simbólica: es real, íntima y aún sigue su curso.